jueves, 6 de diciembre de 2007

¿Y esa magia?

Dentro, todo era papel, timbrazos telefónicos que acuartelaban los oídos y uno que otro grito tonante que delataba el nivel de histeria, en concentración ya creciente, a las dos de la tarde. Justo así se dejaba ver La Oficina. Mi madre, por suerte, no tenía que estar sentada horas enteras detrás de aquellas filas interminables de cajas y teclados informáticos que repiqueteaban todo el rato: a ella sólo le tocaba usar el fax.

Yo ya sabía bastante bien de qué iba todo el asunto: mandaba mensajes y otros documentos algo más oficiales haciéndolos entrar por la ranura frontal. Entraban y salían con un tono maquinal y la operación se repetía un sinnúmero de veces hasta que se le agotaban de las manos y corría a coger otro tanto al escritorio del jefe. Yo sabía de qué iba el asunto, pero no sabía el cómo.

La primera vez que vi funcionar un fax, pensé que la teletransportación era posible. Me imaginaba la reducción automática de la mensajería entrando por la ranura frontal, encuadrándose por el cable conectado a la extensión en la pared. Las letras entintadas, revueltas en frenesí, viajando a una velocidad exhorbitante, y las hojas y la mensajería regresando desde donde fuera una vez su destino, hacia las manos de mi madre.

No sé si fue por ese, o por algún otro pesamiento parecido, que terminé en Electrónica. No diseñando aparatos de fax, ni de mensajería. Nada por el estilo. Pero sí buscando, al menos de cuando en cuando, algo de aquella magia.

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