De los tres mil euros que estaban por acumularse en el fondo de la fuente ese día, dos habían salido pesimistas de un bolso roído que tenía aspecto de haber sido descartado y remendado más de una vez. Igual que ella. Tal vez, en otros tiempos o, incluso, de haber vivido otra vida, habría sido algo más que una figurilla difusa mirándose los pies. Los dedos entumidos, el calzado húmedo, la consciencia diluida.
Roma ya no era una selva. Ni tibia, ni tranquila. Ya nadie podía esconderse. Jamás llegó a sentirse como Sylvia o Anita Ekberg. Él nunca se llamó Marcello.
- Que se joda Fellini.
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