En Xólotl anochece con dificultad. La oscuridad deja fríos los huesos y se siente, incluso, al respirar. El viento se ha escondido bajo las hojas de los álamos y de los encinos y, en su lugar, un olor tremebundo ha comenzado a escaparse de las casas, impregnando las esquinas y la vía central. Hay un sigilo circunspecto que parece haberse apoderado del pueblo; un secreto pesado en el aire que todos saben, pero que nadie está dispuesto a discutir.
Antes de que den las doce en punto, la mitad de los habitantes, los que aún siguen ahí, se dirige a las afueras del pueblo; llevan a cuestas un par de valijas descompuestas y tres siglos de mala suerte. El último, el que se ha quedado rezagado, lleva además un hachón en la mano, que arroja hacia uno de los techos antes de comenzar a caminar. A lo lejos, las luces fulgurantes de las llamas se reflejan sobre sus cuerpos expectantes, mientras un grito desgarrado se consume en la oscuridad.
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